Si me pagaran un céntimo por cada minuto de desvelo, sería bastante rico.
Mis noches funcionan de la siguiente manera: no duermo lo que debiera.
Cualquier leve sonido o movimiento hace que mis ojos se abran en la oscuridad. Anoche, revisité, en mi cama, la película de Truffaut: El amante del amor. La ví, entera. Traté de dormir, sin resultados positivos. Cogí mi pequeño libro de cabecera: La sinfonía napoleónica, de Anthony Burguess. Y leí. Pasado un tiempo, traté de dormir. Lo conseguí. Pero al cabo de una hora mis ojos estaban de par en par, eran las cuatro de la mañana. Pensé que con un poco de música podría dormir mejor. Me levanté y puse el disco que más cerca tenía: el concierto en mi menor de Chopin. Lo escuché entero sin obtener noticias del sueño. La segunda reproducción fue la que me proporcionó el esperado sueño. A las siete estaba otra vez despierto. A esa hora me di por vencido. Puse la tele y sorpresa, me trasladé veinte años atrás. He visto cientos de dibujos hasta las nueve de la mañana, hora en que mi perrilla demandaba algo de atención, así que después de un largo paseo por el campo con ella, un café muy, muy cargado, un poco de limpieza y una ducha, aquí me encuentro escribiendo esto, abrazando mi guitarra y suplicándole que por favor, hoy me trate bien.
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