lunes, 31 de octubre de 2011

Giacometti, Brel y toda esa mierda.

En una extrañeza que de gatos se tiñe, como los sacos hondos donde guardas todas tus pertenencias, cuando pasas la tarde y la noche del principio de todos los días con Mathilde de Brel en la cabeza y la punta de los labios, siempre parada en el mismo punto que juras conocer a la perfección y que nunca consigues recordar. Parece que nunca está empezando, que siempre se permanece, ni empezamos ni finalizamos, somos los Giacomettis, los inacabados inempezados, un bosque de figuras aupadas en pedestales, separadas por la estructura que se adivina jaulesca y que luce un escaparate infiel a la libertad. Un saco de arena, ahora sin tus pertenencias, cuál es el principio y cuál es el final, qué grano el uno, qué grano el infinito. Como un espejo en el que se reflejaron todas las incertidumbres del siglo XX salivo y me preparo otra vez (ahora sí, malditos) a cantar a todo pulmón y poner la boca rancia de Brel, pero nunca es el comienzo y sí el intermedio o centro, depende del compañero que te preste su oído. Me siento en ese momento como aquel que fue expulsado del grupo de los surrealistas, qué trágico suceso y qué arrojo realista, aferrado tal vez a la locura le dio pie a ser el cáncer de un grupo de locos.

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